martedì 9 marzo 2010

MALA SANGRE


Se rocía con colonias de niño y tararea el bluemoon de Armstrong con un cigarro en la oreja izquierda. Siempre le dijeron que tenía mala sangre. Sus orines hierven en el retrete, su saliva desportilla la porcelana de las tazas y sus lágrimas queman las flores de papel. Se volverá loca como su madre, auguraban sus consanguíneos.

Tiene un olor de violencia que le hace crecer las uñas en la misma proporción que la rabia. Busca el nudo de raíces y gusanos bajo los tiestos de geranios, abre los mecanismos de los relojes y les quita la corona del tiempo, se desespera cuando divide en dos a las salamandras y cada trozo sigue su camino. Y sigue cantando el bluemoon, ahora con el pitillo apagado entre los dientes para hacer mas uniforme la voz.

Solamente nos atrevemos a urdir venganzas en los sueños, cuando el entramado de los hilos de las ideas y la espuma de los deseos se hace compacto, espeso. Siempre tenemos los ojos comprometidos a no llorar, y la predisposición de jugar a ser felices. Pero ella no, ella solo distingue el zumbido nostálgico del bluemoon, perdiéndose por entre las hebras azuladas del humo del cigarrillo, que ya ha sido encendido y la mitad de su longitud es un arco de ceniza.

Ha puesto un conejo vivo a hervir, con las patatas y el arroz, y ha cerrado la olla a presión con el fuego lento. Descubriendo la paz del mal. Corta las cabezas de las hormigas y escucha los gritos invisibles del dolor. Se ha pintado cruces y círculos por todo el cuerpo, desde los talones hasta el culo, desde las rodillas hasta las mejillas. El conejo reventó dentro del caldo y ella comenzó a bailar, hasta que se cruzó con el espejo del dormitorio. Se vio desnuda y pintarrajeada, su estampa le delató la imagen de la locura. Entonces se dibujó con el pintalabios una pulsera en cada muñeca y una gargantilla en el cuello, y para borrarlos utilizó una gillette olvidada entre los cachivaches de depilar. El cigarrillo consumido se cayó de entre los labios, el persistente murmullo del bluemoon se amortiguó, dejando paso al silencioso gorgoteo de la sangre ácida que brota de su cuello y llueve cuerpo abajo, por el canal misterioso de entre los senos, sorteando el cráter del ombligo y confluyendo hasta los pliegues del triangulo clandestino, y allí se confundió con una menstruación externa, acompañada por los acordes de una canción que un poderoso negro cantaba por las ondas de una radio que se apagó el siglo pasado.

 
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