sabato 7 agosto 2010

OCASO Y DECADENCIA


A partir del año de las luces, en el dos mil y muchos, las mujeres decidieron que ya no tendrían más hijos por el método tradicional, olvidaron el embarazo nuevemesino, el parto doloroso, y el amamantamiento bisiesto. Dedicaron el tiempo del sexo por el puro placer de follar, conservando la figura juvenil de las chicas impúberes. Fue la emancipación femenina más brutal de la historia, más incluso que la del sufragio universal.

Los bebés se engendrarían en botes de confitura. Las niñas en delicados envases de cristal, con sabor a fresa. Los niños en varoniles tetrabriks de aluminio industrializado, con aroma de naranja amarga. Todo, siempre, con un complicado sistema de ingeniería genética, cientos de asépticos laboratorios llenos de doctores especializados en la combinación quinielística de los cromosomas, y la jodida suerte de haber acertado la misteriosa escritura del ADN a la primera.

Grandes recintos de fertilidad vítrea, con enfermeras sexys de minifalda para los niños, con machotes enfermeros de torso depilado para las niñas; hilo musical de fondo, Paulina Rubio cantando gilipolleces a las féminas, Ricky Martin (antes de su confesión) inculcando el fútbol a los varones. Al ladito de las estancias de fecundación, construyeron enormes salas de lactancia, cada pequeño frasco de mermelada conectado a una ordeñadora vacuna particular. Las vacas ya no se volvieron locas, estaban esquizofrénicas al ver el rumbo que seguía la humanidad.

A fuerza de no utilizarlo, las mujeres perdieron un seno, las diestras el pecho izquierdo, las zurdas el pecho derecho, por aquello de la simetría cerebral. En las fronteras del sur quedaban las últimas putas con dos tetas, y con ganas de yacer por el simple hecho de tener descendencia, ilegalmente. Las tarifas de sus servicios eran auténticas fortunas, que sólo podían pagar los univitelinos de la última generación.



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