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En cada viaje que haga al mar me robaré un trozo de playa, con sus olas, con sus mareas, con sus caracolas. Me hurtaré un trozo de verano, con sus chiringuitos, con su arena, con su aftersun. Me guardaré unos píxeles de las postales, con sus gatas en topless, con sus niños enganchados a un polo de limón, con sus marujas en tumbona. Me quitaré unas astillas de mi eterna trashumancia, sin amores de emergencia en un espigón, con espetos y tomatito “picao”, sin hogueras fronterizas, con la radio del coche haciendo transparencias en la atmósfera de un Camarón inmortal.
Cualquier mañana de invierno, cuando te desayunes recuerdos mojados de añoranzas, hazme un (otro) favor: Vete en el bus hasta Callao, pero no te bajes, mira desde la ventanilla a tu alrededor. Verás un trozo del Atlántico desbordándose por el suelo desnivelado, desde la plaza hasta la Gran Vía, metiéndose en los cines, en los Starbucks, en los hostales de ninguna estrella. El oleaje salpicará los escaparates del Zara y el limpiabotas mejicano se refugiará en Doña Manolita, las putas centroeuropeas de la calle Desengaño taconearán de contento al ver por vez primera el mar. Entonces aparecerá la playa, el verano, las postales, la música y todo lo demás. (llévate la cámara, tendrás unas fotos del copón)
Las autoridades medioambientales de tu ciudad siguen buscando al culpable del tsunami metropolitano. He sido yo, para que nunca extrañes tu sur.
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